Obrar sobre las realidades:
30 años de la Constitución de 1991
Política5
feb. 2021 - 8:10 a. m. Por: Luis Guillermo Guerrero Pérez*
No es el tiempo de reformas sobre el papel. Es el
tiempo de obrar sobre las realidades. Retomar el sentimiento constitucional.
Proyectar el país hacia el futuro en el marco de una Constitución que, como la
de 1991, fue producto del más amplio consenso y es portadora de muy claros
valores democráticos.
Tras cinco meses de arduas labores,
la nueva Constitución de Colombia vio la luz el 4 de julio de 1991.
Hace exactamente 30 años se instaló la Asamblea
Nacional Constituyente de 1991, de la cual puede decirse que surgió en un
escenario paradójico, en el que la desesperanza, producto de un largo camino de
frustraciones y una serie de dolorosos acontecimientos, se trocó en una
eclosión de optimismo y de confianza en el futuro.
Al finalizar la década de los 80, era evidente la
existencia de un profundo malestar social en Colombia, que provenía de un
conjunto diverso de factores, los cuales tenían que ver con la persistencia de
la violencia guerrillera. Un malestar exacerbado con los dolorosos
acontecimientos de la toma del Palacio de Justicia, el ascenso del narcotráfico
y la percepción de que el sistema político era incapaz de canalizar las
aspiraciones de buena parte de los colombianos, en la medida en que se
encontraba dominado por el clientelismo y la política menor.
El alentador resultado del proceso de paz con el
M-19 se vio sacudido por el asesinato, entre los años 1989 y 1990, de los
candidatos presidenciales Luis Carlos Galán Sarmiento, Bernardo Jaramillo Ossa
y Carlos Pizarro Leongómez.
Por otro lado, pretensiones reformistas sobre
distintas materias se habían visto frustradas por el control de
constitucionalidad ejercido por la Corte Suprema de Justicia en 1978 y 1980, y
la interferencia de los intereses del narcotráfico en 1988.
La combinación de ese conjunto diverso de
circunstancias terminó por producir un efecto detonante, en el cual, frente a
la adversidad y el pesimismo, se sumaron fuerzas en torno al impulso de un
proceso transformador que, si bien incorporaba algunas de las preocupaciones
que habían tratado de encontrar respuesta en esas reformas fallidas, tenía unas
dimensiones distintas. Fundamentalmente, quiso convertirse en un escenario de
renovación social con nuevos espacios para la participación y la acción
política. Depurar la política era un objetivo de primer orden.
La Constituyente de 1991 fue pues una respuesta a
ese anhelo de apertura, que se consideraba, a su vez, un presupuesto de la paz.
La composición de la Asamblea fue congruente con ese clima de renovación. En
ella, junto a los partidos tradicionales, que vieron sensiblemente reducida su presencia,
tuvieron cabida movimientos y sectores distintos, con una significativa
participación. Así el movimiento del desmovilizado M-19 obtuvo 19 de los 70
escaños y el Movimiento de Salvación Nacional, de origen conservador, pero con
una conformación más amplia, obtuvo 11. El Partido liberal, que mantenía su
predominio, pasó de tener una representación de alrededor del 60% en el
Congreso, a una de 35% en la Constituyente.
Esa diversidad de fuerzas, que se vio reflejada en
la presidencia tripartita de la Asamblea, se caracterizó, además, en que todos
los movimientos, incluidos los partidos tradicionales, llevaron a destacados
exponentes del pensamiento político, jurídico, económico y social, a los que se
sumó la presencia de sectores que nunca habían tenido una representación, como
las comunidades indígenas o los voceros de otros movimientos armados
desmovilizados.
Es corto el espacio para recordar el ambiente de
ese momento democrático que fue la Constituyente y que transcurrió entre el 5
de febrero, cuando se instaló la Asamblea, y el 4 de julio, cuando se proclamó
la nueva Constitución en el Capitolio Nacional. Lo cierto es que la energía
proveniente del proceso constituyente se manifestó con fuerza en los años
siguientes con, entre otros desarrollos, la puesta en marcha de la Corte
Constitucional, el posicionamiento de la acción de tutela, la elección popular
de gobernadores, la puesta en marcha de la Fiscalía y, en general, una inusual
actividad en el ámbito de la teoría constitucional.
Como parte de la aludida pretensión de apertura política, durante la
vigencia de la Asamblea y antes de que se expidiera la nueva Carta, se había
dispuesto la revocatoria del Congreso, circunstancia que condujo a una primara
frustración importante del espíritu que había animado la Constituyente, puesto
que, a diferencia de lo que había ocurrido en las elecciones que le dieron
vida, en la nueva conformación del Legislativo, en buena medida, se reeditaron
los resultados previos a la Constituyente. Se esperaba, con no poca ingenuidad,
un resultado equivalente o al menos cercano, tanto cuantitativa como
cualitativamente, al que se había obtenido para la Asamblea, pero se mantuvo el
predominio de un solo partido y, en general, la persistencia de las tendencias mayoritarias
de los partidos tradicionales, y una participación menguada de las fuerzas
emergentes.
El impulso transformador, sin embargo, había sido
dado, y se había cristalizado de manera persistente. En las elecciones
presidenciales de 1994 todo parecía indicar que el Partido Liberal unido, que
pese a su importancia y significativos aportes a lo largo de la historia de
Colombia simbolizaba en ese momento el esquema de la vieja política, se
encaminaba a sufrir una derrota electoral a manos de un candidato de origen
conservador, que, si bien era heredero de una casa política, había logrado
hacer una convocatoria más amplia, con la participación de distintos sectores y
la articulación de un movimiento aparte que se denominó “Nueva Fuerza
Democrática”.
Esa victoria, que aparecía cantada, se percibía
como la oportunidad para darle un golpe, quizá definitivo, a la política
tradicional. A la desilusión que produjo el resultado electoral, sucedió de
manera inmediata el estupor por la progresiva revelación de los acontecimientos
que dieron lugar al proceso 8.000. La persistencia de la voluntad política del
electorado, de la cual hemos podido apreciar expresiones en tiempos más
recientes, se manifestó entonces cuando en la siguiente campaña presidencial se
impuso Andrés Pastrana sobre Horacio Serpa.
Paralelamente al pulso político electoral, el país
seguía empeñado en la puesta en marcha de la nueva Constitución. Fueron muchos
los temas, desarrollo de los derechos, participación de los indígenas, consulta
previa, el Estado Social de Derecho. Pero la más grave frustración seguía
siendo el tema de la paz. La Constituyente se había concebido como un escenario
de pacificación para afianzar las condiciones que permitieran canalizar las
diferencias por la vía de la política. La persistencia de un conflicto
degradado era una herida sangrante y, después de varios intentos frustrados de
diálogo, los colombianos expresaron su rechazo a esa situación el 4 de febrero
de 2008, cuando de manera espontánea, al impulso de una convocatoria gestada en
las redes sociales e impulsada por distintos medios de comunicación,
multitudinarias manifestaciones con consignas como “no más Farc” o “Colombia
soy yo”, expresaban su rechazo a la violencia política y a la idea de que tal
violencia pudiese ejercerse en nombre del pueblo.
El resto es historia reciente -y resulta curioso
observar que una de las reformas más cuestionadas a la Constitución de 1991,
como fue la de la reelección presidencial inmediata- hubiese, sin embargo, sido
la condición, quizá ineludible, de un proceso de paz con el cual se pretendía
cerrar de manera definitiva el capítulo de la violencia política. Un empeño de
largo aliento y con aproximaciones distintas, seguramente complementarias, de
dos presidentes, cada uno en dos periodos sucesivos, buscó cerrar esa tronera
que era la persistencia de la violencia guerrillera, pese a una Constitución
que había avanzado en la apertura del proceso político, en la implementación de
nuevas formas de participación, en la afirmación de los derechos y el impulso
del desarrollo social.
Y resulta curioso, también, pero sobre todo
angustiante, que ese esfuerzo sostenido a lo largo de 16 años, que fue a su vez
la prolongación de esfuerzos previos, haya conducido a una polarización y una
erosión del sentimiento constitucional que creíamos había arraigado de manera
definitiva entre los colombianos.
En este año de efemérides en que tiene lugar los 30
años de la Constitución de 1991, los 200 años de la Constitución de Cúcuta y
cinco años de la firma del Acuerdos de Paz de La Habana, es preciso retomar el
sentimiento que animó la Constitución de 1991, reasumir la senda de la unidad,
enfrentar los desafíos, preservar las oportunidades y coincidir en torno a
propósitos colectivos, más allá de las diferencias de coyuntura.
No es el tiempo de reformas sobre el papel. Es el
tiempo de obrar sobre las realidades. Retomar el sentimiento constitucional.
Proyectar el país hacia el futuro en el marco de una Constitución que, como la
de 1991, fue producto del más amplio consenso y es portadora de muy claros
valores democráticos y, de manera expresa, se funda en el respeto de la
dignidad humana.
* Magistrado de la Corte Constitucional,
asesor de la Asamblea Constituyente de 1991
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